jueves, 18 de febrero de 2010

Visita

Mi amigo Guillermo no está enfermo pero un día decide acudir al otorrino, está preocupado porque cree que padece una afección respiratoria rara y de difícil clasificación. Ha probado con Doctores de diversas especialidades y ninguno ha podido solucionar ni el origen ni la causa de su padecimiento. Todos dicen que está sano y que lo suyo no tiene importancia, que no es nada para preocuparse. Es un tío atlético y de vida respetablemente sana, rara vez se acerca al límite de los excesos.

Guillermo le cuenta al doctor su síntoma exacto: No suspira.
Le confiesa al especialista que el no saber suspirar le hace perder muchas cosas en la vida, cosas importantes precisamente. Cuando siente que está viviendo una observa que sus allegados suspiran y que su cuerpo activa todos los mecanismos pero finalmente el suspiro no sale. Nada. Ni de asomo.

Le cuenta Guillermo al Doctor que sabe que cuando la gente suspira, el suspiro se expande y que él tan solo puede contemplarlo en los demás, eso ocurre justo cuando se siente bien donde está; y no le salen. Tampoco le salen -dice- cuando se expulsan los suspiros, esos que se dan cuando las emociones no van bien calzadas; ahí no logra desencajar alguno. Nisiquiera cuando se evaporan, justo en ese instante en que nace la sensación de tristeza consciente que emana la lejanía de aquello que nos hace bien. Tampoco sabe dejar escapar -se lamenta- esos que proceden de los jugos agridulces del corazón; del corazón del ayer, -añade-.

El Doctor se asombra de lo que acaba de oir atento. Como buen profesional sabe mantener el mismo gesto para que no se incomode el paciente. Tras meditar unos segundos lo que había escuchado dejó de sostener la cabeza con su mano para ayudarse y reincorporar su postura en la silla. Suspiró. Al instante se advirtió en un pequeño deliz y de seguido carraspeó.


Sin mediar Guillermo se levantó de la silla para marcharse de la consulta, lo mira de frente y le dice decepcionado al Doctor:

- Sé perfectamente lo que se siente cuando se suspira, no es un problema psicológico ni emocional. Sé que hay que tomar el aire contenerlo unos segundos en los pulmones y acelerar para crear corriente de aire, no es un problema neumológico. Y con lo que usted no me ha logrado expresar pero me ha dicho, acabo de darme cuenta que esto aquí tampoco tiene cura. Creo que ya le he hecho perder el tiempo bastante. Buenas tardes doctor.

Y sin más Guillermo se fué a casa y optó por tomar su callejón favorito. Ese día lo encontré allí llorando.


Guillermo cree que no sabe suspirar pero no, no es así.





(No aprendió a escucharselos)

jueves, 11 de febrero de 2010

Abandono

En la vida se suceden momentos que esperas y ocurren, y otros tantos que llegan a tí y ni por asomo has podido imaginar, por su naturaleza insólita. Éstos debido a su rareza, dejan una marca en la memoria (recuerdo) y en el corazón (quien lo tenga y lo utilice como almacén, claro).
Jamás pensé que esto que voy a contar pudiera suceder. Soy joven y hasta ahora no había sentido en mis carnes la frenética tristeza que se siente ante el abandono. Me siento responsable y no puedo evitarlo.
Me he despojado de complicidades, miles de horas de reflexión, de bailes, días de risas, sol, colegueo, lluvia, noches estrelladas y de estrellas, lamentos, alcohol y de una cantidad inmemorable de instantes en el que simplemente estábamos. Sin más.

El abandono, ahora que lo descubro, es una navaja con los dos lados tan tan afilados, que casi al mirarla, la sangre brota desde los ojos de quien la observa. Peor aún es la herida de quienes la viven en cualquiera de sus vertientes.

He dejado atrás, a lo lejos y como si nada pasara, ahí tirados, decenas de kilómetros de una vida pretérita y, peor aún cercenando consciente, cualquier posibilidad de continuidad compartida. Es duro. Me siento cruel, insensible y, a veces hasta un poco malo.

He dejado que la suerte sea la responsable de un fatídico futuro inmediato y no sin pena. Pero las cosas son como son y no me quedó otro remedio que abandonar a mis compañeros de piso.
Es lógico remover ahora la cantidad de momentos buenos y malos; desde las migajas hasta los sudores más íntimos.

Cada uno a nuestra manera, crecimos juntos. Mientras ellos envejecieron prematuramente, yo sigo igual (bueno, casi igual) de joven. Aunque llevamos prácticamente la misma forma de vida su desgaste no tiene parangón respecto a la mía. Cuarenta y dos no es mucho; veintinueve es menos.

El caso es que no sé cómo aliviar esta maldita sensación de culpa. No es bueno abandonar a tus compañeros de piso. No se pasa bien, todo llega, es ley de vida.


Creo que para olvidar mi mala fé, pasearé por la ciudad iluminada y buscaré otros zapatos para renovar bríos a mis pasos, bajo el piso de esta ciudad. Seremos nuevos compañeros.
Ahora quiero mitigar de una vez por todas esta pena, la condena de los malos pensamientos que me aturden cuando camino por las sombras.

Pasos en la retaguardia. Huellas extrañas.



(La numerología no justifica el abandono).

lunes, 8 de febrero de 2010

Gaviotas

Hoy se ha fugado el aire que mantengo apresado en uno de los cuatro círculos de goma que me suelen mover, como un ser autómata, hacia el destino menos placentero del día, inevitable por el sino que justifica el fin que persigo y no alcanzo. Me gustaría a estas horas imaginar que ese aire, quizá algún día, mueva otras ruedas, puede que de molinos, pero es Lunes y casi no puedo imaginar,(ayer es posible que sí lo hiciera); A lo mejor esos aires anden cerca; así que decido aprovecharme del "casi", -y de la estancia provisional en este lugar- para mi reconversión en peatón. Me apetece alimentar la visión de fugaces destellos que hoy viste el aliñado mar y olvidarme durante la mitad de una hora, del trabajo y del ruido de los niños que dejé en casa.

En el lado de la ciudad, dos argénteas disputan la toma de posición en la última farola libre; el aforo está completo. No hay más plazas. Parece ser que la película de los Lunes es interesante para ellas. Cada vez parecen más humanas. Miedo me dá pensar que un día de estos las gaviotas decidan devorar el arcoiris a picotazos. Para vengarse es cuestión de aprender a imitar.

La calle anda repleta de vómitos de armarios locos. No hay un perfil definido de vestidor humano: Prendas con manga y sin ella, con polares y sin forros, empanados y de algodones. Es inevitable que mis ojos se posen en las pocas almas vestidas de vaporosas telas, tejidos de libertad. Es divertido, -me convenzo-, caminar sin pensar en las marchas y dejar por un día a un lado el monopolio de la pisada que no supera los cincuenta... por hora. Tengo que repetir.
Y así con el humor retroalimentado de Domingo, la jornada se ha terciado placentera, y la no-rutina ha travestido el lunes.

De regreso, por la misma acera de la mañana, me dejo seducir por el sol, que tibio y osado logra templar mis pantalones negros, hasta que llego a la esquina cerca casa. Mi caminar enfila a la entrada del hogar y se activa el play del grito de los niños -en mis oídos- que chirría poseso, como la gaviota. Ralentizo mis pasos,
mi vecina grita al son de sus hijos. Su tono, un punto sobre ellos, es la muestra, el argumento peculiar, la demostración sobre el quién "tiene" la razón.

Las paredes hablan, dicen por ahí. Si así fuera hubieran aprendido a correr, a fugarse (abandonando su incansable papel prisionero), a volar como el aire secuestrado del neumático del coche y, de camino, permitir a las gaviotas la proyección de una gran sesión... de cine; Y mientras,(yo), comería en casa con tranquilidad y amodorrándome, después, en la sobremesa mientras el sol sigue jugando más allá de los pantalones.

domingo, 25 de octubre de 2009

Magnetismo


Es más fácil no tocarte que olvidar la imagen del cuerpo de tu piel cuando se cruzó con mi mirada. El silencio inundó todos mis circuitos. En ese instante deseaba por miles de momentos emborrachar mis manos de caricias prófugas e ilegales, roces sutiles, calor por fricción, un inventario de tejidos cercanos intercambiando átomos de algodón tratado, sólo para empezar. Y únicamente fuí capaz de ensordecer los gritos que mis ojos clamaban, pidiendo movimiento y acción, para llegar más allá de los poros imaginados.

Un compendio de atracción descontrolada, sin frenos. Alfiler yo, imán tú.


Te miraba y sabía que no, que no me atrevería a llegar más allá, que era todo lo que podía hacer, el cénit del propósito de mis actos. A cambio de la parálisis, mis deseos se rompían en cachitos inundando la imaginación con escenas que me han convertido en un ser enfermo. De tí.

Y lo que más me fastidia es que de ahí no paso. El terremoto de emociones internas me paraliza y ahora nadas en el líquido de mi pensamiento, versátil como un fantasma que me regala una vida que no tengo, pero de la que seré testigo como una estatua de mármol.

Estás invisible y cerca de mí en una guarida que ni yo mismo sé donde se ubica. Pero te advierto que te buscaré para tocarte, porque mi ambición es temblar de miedo cuando mi cuerpo sienta los efectos que provocará tu piel en los perturbados deseos que tu magnenismo hostiga dentro de mí.


En silencio te pido: Déjame vibrar contigo.